“La característica del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene la osadía de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera”
José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas (1929)
Ortega escribió estas palabras al observar cómo las sociedades modernas democratizaban el espacio público. Casi un siglo después, su diagnóstico no solo sigue vigente, sino que se ha amplificado hasta niveles insospechados en la era digital.
Hoy el conocimiento es abundante y accesible, pero la motivación por entenderlo y aplicarlo parece menor. No porque hayamos perdido capacidad, sino porque el sistema premia otras cosas.
Lo que Ortega y Gasset vio venir
Cuando filósofo español habla de “lo vulgar”, no alude a clase social ni modales, sino a una actitud: opinar sin preparación, afirmar sin cuestionar, vivir sin exigencia.
Lo vulgar es lo mediocre que se impone como suficiente, lo superficial que exige el mismo peso que lo riguroso. La osadía está en que, antes, quien no sabía callaba; hoy, la falta de conocimiento se proclama como “mi verdad”, con igual autoridad que quien dedicó años al estudio.
La democratización del acceso a la voz ha traído un efecto colateral: la democratización de la autoridad, no de la competencia.
El ecosistema algorítmico: cuando lo impactante sustituye a lo riguroso
Las plataformas digitales han impuesto una lógica clara: lo breve gana, lo rápido arrasa y lo emocional atropella la evidencia.
Una investigación de Penn State University analizó más de 35 millones de enlaces compartidos y concluyó que alrededor del 75 % se difunden sin haber sido leídos.
De esta forma, podríamos decir que, la conversación pública se construye sobre titulares, fragmentos y gestos, no sobre comprensión.
Un contexto, en el que un experto con décadas de experiencia compite con un creador de contenidos virales. Por lo tanto, la relevancia se ha redefinido, no como mérito acumulado, sino como atención capturada.
Consecuencia: debate deteriorado, confianza erosionada y decisiones basadas en percepciones, no en conocimiento.
El coste empresarial de la superficialidad
Para las organizaciones, operar en un entorno que premia la inmediatez tiene efectos tangibles. EL estudio Characterizing Fake News Targeting Corporations sobre empresas del S&P 500 mostró que la difusión de noticias falsas o engañosas se asocia con menos atención positiva, caída bursátil y más críticas internas.
Una situación en la que tres riesgos parecen evidentes:
- Banalización del conocimiento: lo complejo se reduce a mensajes simples sin contexto.
- Decisiones impulsivas: la visibilidad pesa más que el análisis.
- Desincentivo del talento: el trabajo experto compite con narrativas rápidas y superficiales.
Priorizar clics o viralidad no es neutral: es una apuesta que compromete autenticidad, confianza y sostenibilidad.
El pensamiento crítico como ventaja competitiva
En mercados saturados de ruido, las organizaciones que cultivan rigor ganan en confianza y resultados. No es elitismo: es gestión de riesgo con retorno real.
A su vez, tres prácticas marcan diferencia:
- Rigor antes que velocidad: decisiones importantes basadas en evidencia.
- Duda constructiva: preguntas inteligentes antes que certezas prematuras.
- Síntesis inteligente: simplificar sin distorsionar.
El rigor no ralentiza: aclara, orienta y protege.
Liderazgo auténtico: el antídoto contra la osadía de lo vulgar
La autenticidad es práctica, no narrativa. Implica comunicar con claridad, asumir errores y fijar expectativas realistas. Los equipos responden mejor a líderes coherentes que a mensajes grandilocuentes.
Aplicar autenticidad mejora el foco, reduce conflictos innecesarios y acelera la toma de decisiones en entornos de presión y urgencia. De alguna forma, como dice mi amigo Luis Mateos Keim, nos simplifica la vida, porque no exige recordar constantemente lo que decimos, sino actuar en línea con lo que somos y decimos.
Lo que deberíamos preguntarnos
¿Cómo sé si mi organización tiene este problema?
Se detecta cuando las decisiones se toman con prisa, sin datos ni conexión con los valores declarados. Surgen inconsistencias, correcciones frecuentes y mensajes que cambian según la audiencia. La señal más clara es una cultura que tolera el “ya veremos” como sustituto de análisis y responsabilidad.
¿Cómo evitar decisiones impulsivas disfrazadas de agilidad?
La clave es separar lo reversible de lo crítico. Lo que se puede corregir va rápido; lo que tiene impacto estructural requiere rigor. Agilidad no es actuar sin pensar, sino priorizar bien. Un proceso ligero de verificación y métricas básicas reduce retrabajos y acelera lo que importa.
¿Por qué premiamos a los más osados, aunque aporten poco?
Ocurre cuando la organización confunde visibilidad con valor. Se recompensa a quienes hablan más, no a quienes resuelven mejor. Esta dinámica erosiona mérito, desmotiva talento y genera decisiones impulsivas. Cambiarlo exige criterios objetivos de desempeño y una cultura donde la meritocracia y los resultados pesan más que la narrativa y el postureo.
Conclusión
La superficialidad no es fruto de ignorancia, sino de incentivos que premian visibilidad y velocidad por encima de todo. Cuando el éxito se mide por impacto inmediato, lo vulgar se normaliza como práctica.
El rigor no es un freno ni un lujo intelectual: es una estrategia de competitividad.
Permite decidir mejor, reducir errores costosos y construir credibilidad en mercados saturados. En un entorno que premia atajos, el rigor es una ventaja diferencial y una declaración de liderazgo.
