“La aspiración sin freno es un estado de enfermedad que conduce al sufrimiento y al desequilibrio”
Émile Durkheim
A finales del siglo XIX, Émile Durkheim describió El suicidio como una forma de vacío que no nacia del individuo, sino de la sociedad: el mal del infinito.
No era una crisis personal, sino un desajuste colectivo.
Cuando una sociedad pierde sus límites morales, cuando el deseo de crecer y tener más deja de tener medida, las personas se desorientan.
El resultado no es libertad, sino vértigo.
Más de un siglo después, ese diagnóstico sigue vigente, aunque con otro rostro.
Hoy no sufrimos tanto de carencia como por exceso de información, estímulos, opiniones y expectativas.
Vivimos en un mundo donde todo parece posible, pero nada suficiente.
La nueva forma del vacío
Durkheim hablaba de un vacío de normas y sentido, una sociedad sin referencias claras, incapaz de ofrecer orientación moral a sus miembros.
Hoy, ese vacío no proviene de la escasez, sino del desbordamiento.
La tecnología, las redes sociales y la inteligencia artificial han multiplicado las posibilidades, pero también la sensación de dispersión.
Lo inmediato ha sustituido a la pausa, la reflexión y la coherencia. Nos hemos acostumbrado a vivir en el scroll infinito, donde cada estímulo promete sentido, pero ninguno lo ofrece.
Trabajamos más que nunca, nos comunicamos constantemente y, sin embargo, sentimos que falta algo esencial: una dirección compartida, un propósito que ordene el ruido.
El vacío cambió de origen. Antes venía de la falta de guía. Ahora viene del exceso: demasiados deseos, demasiada información. Y cuando nada tiene límite, todo nos desborda
Autenticidad: el nuevo límite moral
En este contexto, la autenticidad se convierte en el antídoto del mal del infinito.
Ser auténtico no es “ser uno mismo” sin más; es vivir con coherencia entre lo que se piensa, se dice y se hace.
Es recuperar la capacidad de poner límites, de discernir lo que tiene valor frente a lo que solo genera ruido.
En las personas, la autenticidad empieza cuando uno se pregunta:
¿qué defiendo?, ¿qué quiero aportar?, ¿qué estoy dispuesto a no hacer?
En las organizaciones, implica alinear discurso, propósito y acción: hacer lo que se dice, decir lo que se hace.
En un mundo que premia la apariencia, la autenticidad introduce orden y verdad. De alguna forma reestablece una medida moral interior en medio de la saturación exterior.
La tecnología con propósito: autenticidad frente al algoritmo
En la era de la inteligencia artificial, el reto es mayor que nunca. Los algoritmos aprenden de lo que hacemos y nos muestran más de lo mismo, atrapándonos en un ciclo que se repite sin fin.
La lógica del clic y la búsqueda de visibilidad nos empujan a la exageración: más contenido, más promesas, más ruido.
La autenticidad propone justo lo contrario: usar la tecnología con propósito, no por impulso.
Una empresa auténtica emplea los datos para comprender mejor, no para manipular. Un líder auténtico escucha a la IA, pero toma decisiones desde sus valores.
Porque cuando delegamos nuestro criterio en un algoritmo, renunciamos a nuestra autenticidad. Y sin autenticidad, ninguna inteligencia -ni humana ni artificial- tiene verdadero sentido.
Reconstruir el sentido
El mal del infinito decía Durkheim, aparece cuando la sociedad pierde su brújula moral.
Hoy la autenticidad puede ser esa brújula, porque nos recuerda que el sentido no está en hacer más, sino en hacer lo correcto.
Aplicado al liderazgo y a la empresa, significa:
- No crecer solo más rápido, sino crecer con propósito.
 - No comunicar más, sino comunicar con verdad.
 - No se trata de agradar a todos, sino de ser fiel a uno mismo.
 
En tiempos de exceso, la autenticidad no es una opción estética, es una necesidad ética, porque nos devuelve la escala humana que estamos perdiendo.
Lo finito que da valor
En una época que idolatra lo ilimitado, la autenticidad nos recuerda que lo valioso es finito.
Porque el límite, la coherencia y la verdad no son frenos, son anclas que nos permiten permanecer de pie en medio del vértigo del infinito.
El mal del infinito disuelve lo humano; la autenticidad lo reconstruye.
Un debate necesario
El mal del infinito que describió Durkheim sigue vivo, aunque hoy se exprese en clics y algoritmos.
La cuestión es si sabremos usar la tecnología sin perder el sentido, si podremos ser auténticos en un mundo que premia la apariencia.
Más que una conclusión, es una invitación a pensar, debatir y construir una era digital con propósito y autenticidad.
